Cuando llega la noche, ya en la cama, la mente empieza a pensar en lo que pasó en el día, en lo que no pasó, en lo que tiene que pasar al día siguiente.
Esa tranquilidad, que parece muy benévola para nuestra mente, hay veces que es cruel para nuestro corazón. Es cuando extrañamos.
Nuestros pensamientos en ese momento, acompañan a nuestro corazón en extrañar. Podemos extrañar a alguien, algo, o una situación particular.
Por ejemplo podemos extrañar una vida más simple, cuando uno quizá tenía menos responsabilidades, o cuando teníamos salud, si es que la hemos perdido.
También podemos extrañar algo. Quizá hemos extraviado algún regalo valioso, o se nos ha roto eso que tanto queríamos y usábamos.
También podemos extrañar a alguien. Y siempre, de todos los sentimientos de extrañar, el más angustioso es cuando extrañamos a alguien que no está. Puede ser un ser querido, un amigo, un amor o hasta alguien que no conocíamos pero admirábamos. Cuando esa persona falta, el vacío que se siente es inexplicable, sin embargo, todos los que hemos perdido a alguien lo entendemos. Sus miradas, sus palabras, su compañía. Algo único e irrepetible. Una persona que ocupaba un lugar especial en nosotros. Aún lo ocupa. Porque el vacío que sentimos, no es porque no la tengamos más adentro, sino mas bien, es porque no está más afuera, y lo que tenemos dentro quiere salir para darle forma nuevamente. En esa lucha, que a veces perdemos, nuestra mente, en afán de querer ayudarnos, saca esa persona de adentro nuestro, y trata de que ocupe nuevamente su espacio físico, obviamente con el único resultado de nuestro vacío.
También se puede extrañar algo que nunca se vivió, algo que nunca se tuvo, y a alguien que nunca formó parte de nuestra vida.
Podemos extrañar una situación no vivida. Por ejemplo, cuando estudiamos algo y ya nos vemos recibidos, pudiera ser, de médicos, pero por alguna razón, abandonamos esa carrera, sin embargo, nuestras ganas quedaron inseparablemente unida a esa carrera, y cada vez que podemos, estamos ahí para ayudar a cualquiera que sienta que su salud le está haciendo pasar un mal rato.
También podemos extrañar algo que jamás tuvimos. Puede ser un regalo que se nos ha prometido, pero nunca vino, o algo que anhelamos de forma exasperante para nuestra alma, pero que no podemos alcanzar.
Y ahora, llegamos al punto crítico, donde todos caemos, más pronto o más tarde, en extrañar a quien nunca formó parte de nuestra vida. Este es el sentimiento de extrañar que más enferma al corazón. Porque cuando extrañamos lo que conocemos, sabemos formas, olores, sonidos, algún capricho, alguna sonrisa cómplice. Cuando extrañamos lo desconocido, nuestra mente y nuestro corazón, unidos como enemigos nuestros, inventan formas, olores, sonidos, caprichos por doquier, por supuesto, todos encantadores y sonrisas de todo tipo. Al idealizar al ser que extrañamos, nos volvemos dependientes de él, necesitamos de su presencia tan desesperadamente como necesitamos de nuestro ser. Nos vamos acostumbrando a su existencia, a su voz, que es la más melodiosa, a sus ojos, con esa mirada penetrante que nos lee por completo. Las conversaciones son cada vez más profundas, de temas trascendentes, no simplemente de la rutina. Se tratan temas como la razón de ser del movimiento de nuestro ser, si al final, volvemos siempre al mismo sitio, de porqué uno corre para llegar a su destino, si ese es la muerte, ¿y quién quiere llegar a ella?
La dependencia llega a tal punto que uno no puede pensar en otra cosa. Todo el tiempo necesita de su presencia, de su respiración, de su olor majestuoso, de sus cabellos, que son como hilos de plata engarzados magistralmente por un joyero experimentado a su cabeza, que es una obra de arte en sí misma. Su figura parece salida de un lugar celestial, forjada por algún dios de la mitología nórdica.
Es cuando nuestra dependencia es más fuerte, cuando más profunda es la necesidad de nuestro ser de tener esa presencia, que, en un destello de realidad, percibimos algo que siempre supimos pero nos negamos a aceptar. Ese ser que tanto imaginamos, que tanto idealizamos, que tanto necesitamos, no existe.
Nuevamente, nuestra mente y nuestro corazón, unidos, vaya a saber uno si como nuestros defensores o nuestros peores enemigos, quieren rescatarnos. Por todos los medios buscan que ese ser sea real.
Pero aquí se encuentran con un problema, ese ser jamás existió. Cuando uno extraña a alguien que sí formó parte de nuestra vida, puede quizá ver su mirada en otro, su voz en alguien más, o hasta su manera de caminar en un desconocido. Pero cuando extrañamos a nuestra invención, nuestro ser interior trata de buscar todas esas características que inventamos en un ser real, en alguien de carne y hueso. En esa búsqueda desesperada, en la cual uno suele invertir toda su vida, sin escatimar gastos ni recursos, uno se desgasta, desde adentro hacia fuera. Desde adentro, porque uno sabe que está buscando algo que jamás va a encontrar, y hacia afuera, porque ese consumirnos desde adentro, tarde o temprano también consume nuestro exterior.
Pero, ¿jamás dejamos de extrañar? Algunos se conforman con proyectar a ese ser imaginario en otra persona, y suelen decir que la aman, cuando en realidad, uno ama a lo que imaginó, y quizá ve algún atisbo de esa imaginación en esa persona, y la otra persona también la vio en aquel, y se aferran a ella, como uno se aferraría a un salvavidas en medio de un mar embravecido. ¿Pero podemos llamar a eso amor?
En el momento que buscamos a ese ser imaginario, en realidad, lo extrañamos en la medida que perdamos la esperanza de encontrarlo. Cuando nos acostumbramos a su falta, o mejor dicho, cuando nos acostumbramos a que siempre lo vamos a estar buscando y viendo en quien encajan nuestros idealismos, imaginaciones e invenciones, es cuando nuestra mente y nuestro corazón comienzan a curar la herida de su falta. Aunque bien se sabe que las heridas internas jamás sanan, uno aprende a disimularlas.
Hasta que llega de nuevo la noche, y en la tranquilidad y el silencio, creemos escuchar otra vez su voz y no podemos evitar que una sonrisa ilumine nuestro rostro.
Esa tranquilidad, que parece muy benévola para nuestra mente, hay veces que es cruel para nuestro corazón. Es cuando extrañamos.
Nuestros pensamientos en ese momento, acompañan a nuestro corazón en extrañar. Podemos extrañar a alguien, algo, o una situación particular.
Por ejemplo podemos extrañar una vida más simple, cuando uno quizá tenía menos responsabilidades, o cuando teníamos salud, si es que la hemos perdido.
También podemos extrañar algo. Quizá hemos extraviado algún regalo valioso, o se nos ha roto eso que tanto queríamos y usábamos.
También podemos extrañar a alguien. Y siempre, de todos los sentimientos de extrañar, el más angustioso es cuando extrañamos a alguien que no está. Puede ser un ser querido, un amigo, un amor o hasta alguien que no conocíamos pero admirábamos. Cuando esa persona falta, el vacío que se siente es inexplicable, sin embargo, todos los que hemos perdido a alguien lo entendemos. Sus miradas, sus palabras, su compañía. Algo único e irrepetible. Una persona que ocupaba un lugar especial en nosotros. Aún lo ocupa. Porque el vacío que sentimos, no es porque no la tengamos más adentro, sino mas bien, es porque no está más afuera, y lo que tenemos dentro quiere salir para darle forma nuevamente. En esa lucha, que a veces perdemos, nuestra mente, en afán de querer ayudarnos, saca esa persona de adentro nuestro, y trata de que ocupe nuevamente su espacio físico, obviamente con el único resultado de nuestro vacío.
También se puede extrañar algo que nunca se vivió, algo que nunca se tuvo, y a alguien que nunca formó parte de nuestra vida.
Podemos extrañar una situación no vivida. Por ejemplo, cuando estudiamos algo y ya nos vemos recibidos, pudiera ser, de médicos, pero por alguna razón, abandonamos esa carrera, sin embargo, nuestras ganas quedaron inseparablemente unida a esa carrera, y cada vez que podemos, estamos ahí para ayudar a cualquiera que sienta que su salud le está haciendo pasar un mal rato.
También podemos extrañar algo que jamás tuvimos. Puede ser un regalo que se nos ha prometido, pero nunca vino, o algo que anhelamos de forma exasperante para nuestra alma, pero que no podemos alcanzar.
Y ahora, llegamos al punto crítico, donde todos caemos, más pronto o más tarde, en extrañar a quien nunca formó parte de nuestra vida. Este es el sentimiento de extrañar que más enferma al corazón. Porque cuando extrañamos lo que conocemos, sabemos formas, olores, sonidos, algún capricho, alguna sonrisa cómplice. Cuando extrañamos lo desconocido, nuestra mente y nuestro corazón, unidos como enemigos nuestros, inventan formas, olores, sonidos, caprichos por doquier, por supuesto, todos encantadores y sonrisas de todo tipo. Al idealizar al ser que extrañamos, nos volvemos dependientes de él, necesitamos de su presencia tan desesperadamente como necesitamos de nuestro ser. Nos vamos acostumbrando a su existencia, a su voz, que es la más melodiosa, a sus ojos, con esa mirada penetrante que nos lee por completo. Las conversaciones son cada vez más profundas, de temas trascendentes, no simplemente de la rutina. Se tratan temas como la razón de ser del movimiento de nuestro ser, si al final, volvemos siempre al mismo sitio, de porqué uno corre para llegar a su destino, si ese es la muerte, ¿y quién quiere llegar a ella?
La dependencia llega a tal punto que uno no puede pensar en otra cosa. Todo el tiempo necesita de su presencia, de su respiración, de su olor majestuoso, de sus cabellos, que son como hilos de plata engarzados magistralmente por un joyero experimentado a su cabeza, que es una obra de arte en sí misma. Su figura parece salida de un lugar celestial, forjada por algún dios de la mitología nórdica.
Es cuando nuestra dependencia es más fuerte, cuando más profunda es la necesidad de nuestro ser de tener esa presencia, que, en un destello de realidad, percibimos algo que siempre supimos pero nos negamos a aceptar. Ese ser que tanto imaginamos, que tanto idealizamos, que tanto necesitamos, no existe.
Nuevamente, nuestra mente y nuestro corazón, unidos, vaya a saber uno si como nuestros defensores o nuestros peores enemigos, quieren rescatarnos. Por todos los medios buscan que ese ser sea real.
Pero aquí se encuentran con un problema, ese ser jamás existió. Cuando uno extraña a alguien que sí formó parte de nuestra vida, puede quizá ver su mirada en otro, su voz en alguien más, o hasta su manera de caminar en un desconocido. Pero cuando extrañamos a nuestra invención, nuestro ser interior trata de buscar todas esas características que inventamos en un ser real, en alguien de carne y hueso. En esa búsqueda desesperada, en la cual uno suele invertir toda su vida, sin escatimar gastos ni recursos, uno se desgasta, desde adentro hacia fuera. Desde adentro, porque uno sabe que está buscando algo que jamás va a encontrar, y hacia afuera, porque ese consumirnos desde adentro, tarde o temprano también consume nuestro exterior.
Pero, ¿jamás dejamos de extrañar? Algunos se conforman con proyectar a ese ser imaginario en otra persona, y suelen decir que la aman, cuando en realidad, uno ama a lo que imaginó, y quizá ve algún atisbo de esa imaginación en esa persona, y la otra persona también la vio en aquel, y se aferran a ella, como uno se aferraría a un salvavidas en medio de un mar embravecido. ¿Pero podemos llamar a eso amor?
En el momento que buscamos a ese ser imaginario, en realidad, lo extrañamos en la medida que perdamos la esperanza de encontrarlo. Cuando nos acostumbramos a su falta, o mejor dicho, cuando nos acostumbramos a que siempre lo vamos a estar buscando y viendo en quien encajan nuestros idealismos, imaginaciones e invenciones, es cuando nuestra mente y nuestro corazón comienzan a curar la herida de su falta. Aunque bien se sabe que las heridas internas jamás sanan, uno aprende a disimularlas.
Hasta que llega de nuevo la noche, y en la tranquilidad y el silencio, creemos escuchar otra vez su voz y no podemos evitar que una sonrisa ilumine nuestro rostro.
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